corazón de luna

viernes, 5 de septiembre de 2014

Itinerario.

Acto I. Vida.

Las mañanas pertenecen, ahora, a tus ojos. 
Pasa una hora, treinta minutos y diez más.
Distingo tus pasos a lo lejos.
Nadie creería que de verdad reconozco tu sombra.

Hace dos horas no había nacido.
Me encontraba en mi lecho de muerte, 
en espera de la mañana; ésta, 
donde te sé parte de las cenizas del cielo 
que se vuelven agua.

De pronto un destello, uno.
Si alguna vez miras con atención, 
te darás cuenta que soy yo y mi sonrisa 
iluminada al pronunciarte.

Mi alma que se siente tuya.
Mis manos que tiemblan ante tu abrazo 
en comunión al mío.

Tienes el don de la sonrisa fingida.
El aura rodeada de dudas
y unas pestañas que trazan senderos
por los que el viento se enreda y baila.

Ya no me sé sin tu retrato.
¿Erro en pensarte?
¿Erro en sentirte?
Temo.



Acto II. Catarsis.

El temblor de mis manos se extiende,
llega a mis piernas, que de pronto 
son refugio de un eterno vaivén;
pulsaciones que naufragan constantes,
ávidas de savia, insaciables de humedad.

Horas, horas.
Instantes mudos, silentes;
protagonistas de mi fragilidad,
de mi cuerpo que no sabe cómo defenderse
debajo del tuyo.

Tu boca se abre y en ella observo mi anhelo,
desesperación irreprimible, dolor;
mis miedos intentando aferrarse 
a la cóncava que refleja tu espalda.

No erraron al decir que el 'goce' 
está relacionado con la muerte;
lo pienso mientras me mantengo
suspendida en algo que se asemeja 
a mil espejos -encerrando nuestra desnudez-
rompiéndose al unísono.

Involuntariamente despierto y 
me hallo sin un milímetro de tu piel.
Frente a mí un espejo, íntegro,
encerrando sólo mi figura,
mi cuerpo entre sábanas,
la noche que se convierte en luz.

Mis temores no dudaron para hacerse presentes,
tu ausencia no temió para romper mis dudas.
Huyes, me abandonas, te liberas.



Acto III. Muerte.

Era innevitable. 
Una vida no es eterna
¿o me equivoco?

Mis sentidos se apagaron, 
lentamente, como una pequeña brisa
que se evapora al tocar un cuerpo en llamas.

Sabía que no volvería a verte,
a tocarte entre sueños, quizás;
pero ahora sólo en uno: el sueño eterno,
del que la gente ya no regresa
más que siendo huesos, polvo, memorias.

Luchar fue en vano. 
Pensarte como único, 
hacerte mío sin advertirte que así sería.

Mi cuerpo se despide del tuyo y
allá tu voz a lo lejos repite un credo 
del que jamás estuviste seguro, 
ni siquiera en momentos como este 
en el que te sabes muerto.

Y la oración se hace débil,
y de pronto dejo de escucharte, 
y desesperada te grito que me mires,
que me encuentro perdida en mí misma; 
que te mueres y yo contigo.

Pero son gritos absurdos.
¿qué me haría creer que 
no habiéndolos escuchado en vida
podrías hacerlo ahora? 

No.

Bienaventurada mi alma de fénix,
que renace de las cenizas
después de ser consumada
una y mil veces.

Ya vendrán los días difíciles, 
los instantes ausentes,
en que tendré que acostumbrarme 
a no sentir tu esencia trémula y viajera.

Acá sólo tú desapareces.



Acto IV. Silencio.

Apenas puedo escuchar tu voz 
en el último instante, 
pidiendo disculpas ciegas,  
sin reconocer, sin siquiera saber, 
en qué punto de tu abrazo 
se encontraba la mentira.

Todo palabras mudas.
Todo muerte anunciada.
Todo tu reflejo inexistente.
Todo nada: Silencio.

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